Hace poco un directivo me hizo una pregunta que no supe contestar:

¿Sabes en qué medida el contexto nos impacta en nuestra forma de actuar, más allá de nuestro estilo o personalidad?

 

Todos hemos tenido la sensación en algún momento, de dejar a un lado nuestra verdadera naturaleza para “adaptarnos” a lo que se esperaba de nosotros. En algunas ocasiones esto nos ha ayudado a conseguir mejores resultados, pero otras veces nos hemos sentido cansados y sin energía, haciendo cosas de manera automática o con la sensación de estar traicionándonos a nosotros mismos. De hecho, si insistimos en hacer las cosas de manera diferente a la que nos dicta nuestra voz interior, llega un momento en que dejaremos de escucharla. Y es en ese momento cuando hemos perdido nuestra confianza, espontaneidad y con ello las ganas de avanzar y la ilusión por lo que hacemos.

 

Pero paremos a observar qué sucede en el otro extremo, como si de un péndulo se tratase. ¿Qué ocurre cuando pase lo que pase, esté donde esté, elijo ser siempre fiel a mi forma de pensar y actuar? Cuando la coherencia es uno de mis valores fundamentales y no quiero renunciar a ella bajo ningún concepto. Una sabia compañera de profesión le llamó a esto “sincericidio”: dícese de aquella persona que muestra una autenticidad extrema y dice o hace lo que le dicta su yo interno bajo cualquier circunstancia. El impacto que este tipo de actitudes suele producir en los demás es de excesiva impulsividad y peligro, porque en cualquier momento puede estallar un conflicto en términos de “tener razón” y se echa por tierra lo ya construido, teniendo que empezar desde cero.

 

Recientemente he vivido de cerca una situación en la cual esta dicotomía, contexto vs. persona, o en otras palabras adaptación vs. autenticidad, ha generado un desenlace no esperado y del que merece la pena aprender para poder integrar estos dos aspectos.

 

Un candidato a una posición de dirección, con cierta experiencia en el sector y en gestión de equipos es seleccionado por su potencial para cubrir las necesidades del puesto con una curva de aprendizaje de entre 12 a 18 meses. El primer año su labor fundamental será la de acompañar al director general para ir absorbiendo gradualmente las funciones de dirección.

El candidato ha pasado los diferentes filtros: empresa de headhunting, evaluación interna de RH y consultor de confianza, más entrevista del director general. Todos piensan que es un buen match, incluido el propio candidato.

Realmente, la única cuestión que queda en el aire es si la persona tendrá algún problema en adaptarse a sus colaterales y la forma de funcionar de la organización, ya que viene de un puesto en el que está acostumbrado a tomar decisiones de manera muy autónoma y en la nueva estructura la mayoría de las decisiones se consensúan con los diferentes colectivos implicados en su implementación.

 

La persona se incorpora a trabajar y a las dos semanas de estar allí todos se dan cuenta de que no hay una buena adaptación ni ajuste cultural. Eso crea una sensación de falta de confianza entre la dirección y el nuevo profesional que desemboca en malas decisiones, finalmente saliendo de la organización.

¿Qué sucedió? ¿Cómo pudo cambiar la percepción de las personas tan rápido? ¿Dónde se perdió la información relevante? Seguramente hay muchísimas variables que intervinieron en este desenlace. Hoy nos enfocamos en las dos que nos ocupan:

 

Contexto: no hubo un proceso de acogida propiamente dicho, donde a la persona se le explican y puede comprender las reglas culturales “no escritas”, que son las que determinan los comportamiento aceptables de los que no lo son.

Aquí las personas con una inteligencia relacional más avanzada captan estas señales rápidamente y hacen las preguntas adecuadas para comprender las situaciones clave, adaptando su comportamiento al nuevo entorno y trayendo sus talentos en la forma más adecuada a esa situación.

 

Persona: buscó el reconocimiento por su conocimiento y experiencia, “si me han contratado es porque quieren que haga lo que sé hacer bien”. El enfoque de aportar valor, sin importar dónde estoy, le llevó a esta persona a tomar decisiones y empujarlas sin el conocimiento sobre las consecuencias en recursos, motivación, confianza… ¡De buenas intenciones está el mundo lleno!

En este caso subestimó el poder del contexto. La falta de observación y escucha sobre lo que sucede a nuestro alrededor fue lo que hizo que esta relación profesional recién estrenada y que comenzaba con toda la ilusión del mundo tuviese un final abrupto. Algo tan sencillo que a veces olvidamos podría haber cambiado el desenlace: pedir ayuda.

 

Los contextos son complejos y cambiantes, incluso los que ya conocemos. Cuando entramos a formar parte de un nuevo sistema, equipo, familia, etc. y no tenemos tiempo de observar detenidamente, seamos prácticos y preguntemos lo que no tenemos claro, incluso aquello que nos parece una tontería. Nadie nace sabiendo.

 

Por último, no subestimemos la necesidad de reconocimiento de las personas y démosles la oportunidad para equivocarse. Si queremos que en nuestros equipos de trabajo las personas estén motivadas y utilicen su talento en el día a día,  aceptemos sus rarezas y excentricidades, siempre que respeten al prójimo y aporten a la buena marcha del conjunto, o al menos no interfieran. Sólo así tendremos personas auténticas trabajando a nuestro lado, con la suficiente inteligencia relacional como para saber interpretar y adaptarse al contexto.