¡No quiero estudiar más! Escucho decir a mi hijo de once años. Está acabando 6º de Primaria y es el primer año que tiene exámenes finales. Él preferiría saltar en la cama elástica o jugar al fortnite, pero ahora le toca resolver ecuaciones, estudiar francés y escribir el trabajo de lectura del último libro, titulado Alas de Fuego. Entonces empieza resignadamente a leer, se concentra en recordar los personajes y comienza a escribir…
Cuando le observo me pregunto cuántas horas de su vida invertirá en hacer deberes, asistir a clases, preparase para exámenes y hacerlos. Y después, cuando empiece a trabajar, todo el tiempo que dedicará a analizar, comprender y practicar para adquirir las habilidades que ese trabajo requerirá. Más adelante, seguramente quiera especializarse en algún área o tema relacionado con su trabajo y, entonces quizás, haga algún máster o curso superior para mejorar su valía profesional.
Podría seguir añadiendo más y más posibilidades, más etapas de la vida por las que pasamos y que, intrínsicamente conllevan el ser capaz de aprender y adaptarnos a lo que nos rodea. Si sólo tenemos en cuenta la gran cantidad de tiempo que dedicamos a esta actividad, la pregunta que me asalta es: ¿cómo es que nadie me contó en el colegio cómo aprender? Es más, en nuestro mundo actual en el que todo se mueve tan rápido, la verdadera pregunta es: ¿seremos capaces de asimilar y liderar nuestras circunstancias a la velocidad que se necesita? Desde luego ésta es una pregunta inquietante, que sugiere que necesitamos algo más en nuestra preparación para hacer frente a lo que se nos presenta y tener éxito.
EL ENFOQUE PREDOMINANTE
Desde niños hemos sido tratados como cubos, donde toda una serie de conocimientos y saberes eran «vertidos» en nuestro cerebro para después ser regurgitados sobre un papel. Detrás de este sistema subyace la creencia de que algo quedará impregnado en nuestro interior después de habernos «vaciado», como una especie de aroma intenso que nos acompañará de por vida, como los olores de la infancia.
Otra manera interesante de ver cómo aprendemos, y ésta es más cercana al entorno profesional, es como si fuésemos una esponja. Colocados en el lugar adecuado absorbemos todo lo que hay a nuestro alrededor. Después se nos «exprime» y lo que transportamos va a parar a otro sitio.
Esta manera de entender el aprendizaje tiene sus raíces en los principios de la sociedad industrial del siglo XIX, donde las personas era preparadas para producir y desempeñar unas tareas basándose únicamente en la transmisión de conocimientos. Éste es el modelo que se ha seguido durante años y sigue vigente mayoritariamente.
El problema de este enfoque es que estamos en el siglo XXI y vivimos en la Sociedad de la Información Digital. Ahora lo que se requiere es el dominio de una serie de habilidades como la búsqueda de conocimiento; el acceso, selección y procesamiento de la información; la polivalencia; la flexibilidad; la autonomía; y la capacidad de tomar decisiones y colaborar trabajando en equipo.
¿Cómo salvar este salto de la mera transmisión de conocimientos al aprendizaje de habilidades? La respuesta obvia es entender más sobre cómo aprende el ser humano. Aprender a aprender es la habilidad subyacente al aprendizaje de todas las demás. Lo cierto es que nuestra comprensión sobre cómo las personas aprenden es muy profunda y rica en el mundo científico, algo más sofisticada en cuestiones de inteligencia artificial y «machine learning», pero extremadamente superficial y casi siempre anticuada en el ámbito profesional. Tenemos los conocimientos necesarios para aprender a aprender; ahora es cuestión de aplicarlos en el día a día.
LA CURIOSIDAD Y EL AUTOCONOCIMIENTO
El primer lugar donde hay que buscar es en nosotros mismos y cuánto sabemos sobre cómo funcionamos. ¿Realmente somos como cubos y esponjas? Un profesor de la universidad de Harvard, Howard Gardner, habló hace casi 30 años, sobre las inteligencias múltiples, siendo el primero en apuntar que además de la inteligencia cognitiva o racional, hay otros tipos de inteligencias tan válidas como la anterior; por ejemplo, la espacial, corporal, emocional, etc., identificando hasta ocho en total.
Todas las personas poseemos estas inteligencias desarrolladas en diferentes grados, dependiendo de factores tanto genéticos como ambientales. Así, nuestras inteligencias más desarrolladas son los canales que utilizamos para comprender e interactuar con el mundo que nos rodea. Por ejemplo, los arquitectos suelen tener más desarrollada y utilizan más su inteligencia espacial; los deportistas la corporal; y los actores la emocional, entre otras. Este descubrimiento nos lleva a pensar que cuanto mayor conocimiento tengamos sobre nuestra manera de acceder e interpretar el mundo, más posibilidades tendremos de encontrar una ocupación en la que utilizar nuestros talentos naturales; por tanto, podremos disfrutar más de lo que hacemos y seguramente tendremos más éxito.
Si somos lo suficientemente curiosos nos preguntaremos: ¿cuáles son las mías? ¿qué cualidades tengo que destacan más? ¿cómo consigo hacer «esto» con tanta facilidad? Si seguimos indagando llegaremos a lo que se conoce como autoconocimiento. Este es un concepto ampliamente utilizado en todo el campo del desarrollo personal. Resulta difícil leer cualquier cosa sobre aprendizaje y experiencia humana sin que alguien afirme que «conocerse a sí mismo» es el primer paso. En los albores del pensamiento occidental Sócrates afirmó: «Sólo el conocimiento que llega desde dentro es el verdadero conocimiento».
Con esto en mente, podemos pensar de dos maneras: o que todos los autores se dedican a plagiar el trabajo de los demás, o bien que hay algo universal e importante que subyace a esta idea. Parece que los científicos señalan la segunda como acertada.
CÓMO FUNCIONA NUESTRO CEREBRO
La integración de la psicología, que estudia la mente y el comportamiento humano, y la neurobiología, que estudia la anatomía y fisiología del cerebro, están aportando mucha luz sobre cómo funciona nuestro cerebro. Entendiendo más sobre los procesos que sigue nuestro cerebro cuando aprendemos cosas nuevas, y lo que es incluso más importante, cuando aprendemos a cambiar respuestas automáticas (hábitos) por otras nuevas, podemos decidir cómo utilizar mejor nuestros recursos.
La mente no es una sola entidad. La mente comprende dos elementos dependientes que trabajan juntos: la mente consciente y la mente subconsciente. Dentro de las muchas áreas que la neurobiología está «iluminando» se encuentra la diferencia entre estos dos tipos de pensamiento y los puentes entre ambos.
La mente consciente, la última evolución del cerebro, es la mente creativa. Cuando la mente consciente está trabajando en crear algo, el subconsciente es el programa por defecto, el piloto automático. Cuando mi mente consciente está pensando algo, mi mente subconsciente es la que se ocupa de las tareas que tengo que hacer, por ejemplo caminar o conducir un coche, hablar con otra persona; no necesitamos la mente consciente para eso, ya tenemos programas internos que lo llevan a cabo sin esfuerzo. Cuando miramos al mundo operamos habitualmente con el subconsciente.
La cuestión es que por cuestiones de evolución y naturaleza estamos diseñados para ahorrar energía y recursos, nuestro cerebro tiende a buscar aquello que nos produce más placer y menor dolor o esfuerzo. Y he ahí uno de los principales retos del aprendizaje y del cambio; para salir de la mente subconsciente tengo que hacer un esfuerzo consciente. Aquí es donde entra en juego el autoconocimiento, que es la capacidad de salirnos de nuestra propia experiencia y convertirnos en un observador externo que, de manera más o menos objetiva, monitoriza nuestros pensamientos y elige qué recursos internos o externos se deben utilizar. Es como el director de una obra de teatro, que asigna papeles y se asegura de que todo va como dice el guión.
Sin duda ésta es la aportación más importante que hasta el momento se ha hecho para llegar al corazón de lo que anteriormente he denominado «aprender a aprender». Sin esta habilidad de salirnos de nuestra propia experiencia, tendríamos una capacidad muy limitada para moderar y dirigir nuestro comportamiento en cada momento. Esta modulación del comportamiento en tiempo real y enfocado a un objetivo es la clave para actuar como un adulto. Necesitamos esta capacidad de liberarnos a nosotros mismos del flujo automático de la experiencia programado por la mente subconsciente y elegir dónde dirigir nuestra atención. Sin nuestro director somos unos simples autómatas, controlados por el miedo, la avaricia o el hábito.
ENTRENANDO AL DIRECTOR
Esta figura del director es lo que se ha llamado presencia consciente o mindfulness y la buena noticia es que se puede entrenar. ¿Y por qué querríamos hacerlo? Una de las cosas más útiles que podemos observar, por ejemplo, es lo que está ocurriendo en nuestro propio cerebro cuando estamos trabajando, si estamos demasiado cansados, o demasiado estresados, adormilados o simplemente necesitamos cambiar de actividad para dejar que entren nuevas ideas en nuestra mente. Este tipo de observaciones nos dan información sobre cómo nos sentimos y qué necesitamos hacer o hacia dónde enfocarnos para conseguir nuestros objetivos.
La meditación, el deporte y, por supuesto, el coaching son actividades que nos ayudan a desarrollar la presencia consciente, ya que nos ponen en contacto con la experiencia directa desde la mente consciente, sabiendo reconocer lo que estamos sintiendo, pensando o haciendo en ese momento, haciéndonos dueños de nuestros recursos y respondiendo mejor a nuestras necesidades.
Resulta paradójico pensar que, en la sociedad de la información, lo que más nos puede guiar a vivir y convivir con éxito es precisamente la información interna. Cambiemos de perspectiva, pasemos de ser cubos y esponjas a ser fuentes y tomemos el tiempo para saborear nuestra propia esencia y aprender de nuestra voz interior.
Muy bueno e inspirador Marisa!!!
Para leerlo a menudo!!